La irreflexión que llevó al nazismo a exterminar a millones de personas es la misma que está provocando la muerte literal de millones de niños inocentes y la muerte en vida de madres desamparadas
Fue la alemana de origen judío y nacionalizada en los EEUU, Hannah Arendt, quien escribió sobre la banalidad del mal para referirse a la ausencia de malignidad en los responsables de la matanza de más de seis millones de judíos por el mero hecho de ser judíos y que, conforme a las consignas de los gobernantes nazis, habían sido despojados de su condición y dignidad de personas y, en consecuencia, privados de su derecho fundamental a la existencia.
Para Hanna Arendt los actos perpetrados por los nazis en Auschwitz fueron monstruosos, pero los responsables eran gente totalmente corriente, del montón, ni demoniacos ni monstruosos, sin rasgo alguno de anormalidad en sus personas. Carecían pues de motivaciones malignas específicas para cometer actos objetivamente monstruosos, y eso era lo que hace que resulte todavía más aterrador toda aquella locura: la raíz subjetiva de sus crímenes no era alimentada por firmes convicciones ideológicas ni en motivaciones especialmente malvadas.
¿Qué es lo que sucedió entonces? ¿Qué impulsó a los dirigentes nazis a perpetrar aquella atrocidad y sumió a la inmensa mayoría de la población alemana en la más absoluta insensibilidad, indiferencia y silencio, ante la matanza de millones de personas que habían sido sus vecinos y compatriotas?
Para Arendt los ciudadanos alemanes y los gobernantes nazis no eran idiotas morales, y en sus vidas cotidianas actuaban de modo normal y sabían distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. Los gobernantes se asemejaban inquietantemente al hombre del montón, a las personas corrientes, y la característica más notable que se podía detectar en el comportamiento de la inmensa mayoría fue su falta de reflexión y de pensamiento, su incapacidad de juzgar.
Para explicarlo distingue Arendt entre conocer y pensar, es decir, entre acumular ideas, teorías, saberes y ser capaces de resolver cuestiones técnicas, y la capacidad de entablar un dialogo continuo y profundo con nosotros mismos, de tener una reflexión crítica sobre nuestras propias acciones y sobre la ejemplaridad de cualquier acción en nuestra más íntima soledad. Tal reflexión implica una mentalidad amplia, una capacidad de ponerse en el lugar del otro para tratar de entender su punto de vista.
Esta falta de reflexión crítica e incapacidad de pensar, esta insensatez radical que limita nuestra capacidad de juicio, es la causa de que tanto gobernantes como la población en general, colaborasen de distintas formas y grados diversos con la matanza de millones de judíos, sin que en la inmensa mayoría de los casos mediaran patologías psíquicas, razones ideológicas ni convicciones morales.
Para entender esa pérdida de la capacidad de juicio distingue la pensadora judía tres grupos: nihilistas, dogmáticos y muchos ciudadanos normales que siguen fielmente las costumbres imperantes. Para el nihilista no hay valores definitivos y asumirá unos u otros conforme convenga a su propio y egoísta interés, independientemente de las consecuencias que produzca en el prójimo; son los arribistas sin escrúpulos que pululan siempre cerca del poder.
El dogmático, huyendo de la ansiedad de un escepticismo capaz de dar repuesta a todas las preguntas, asume un dogma rígido que le aporta seguridad; a este grupo pertenecen los fanáticos religiosos y políticos siempre refractarios al diálogo que pudiera cuestionar sus consignas ideológicas. El tercer grupo de irreflexivos son los ciudadanos normales, que asumen fácilmente las costumbres del lugar donde habitan, pero lo hacen acríticamente.
La cuestión fundamental es que han renunciado al diálogo con la conciencia, y aunque ésta permanece ahí es ya como un extraño, desapareciendo el necesario diálogo interior que hace posible la reflexión crítica y nos permite disponer de una mínima capacidad de juicio. El resultado es que basta que unos pocos así lo dispongan desde el poder y los medios de comunicación difundan las nuevas consignas, para que el dogmático cambie de dogma, el nihilista de conducta y la inmensa mayoría de ciudadanos normales de valores.
La Alemania nazi dio el primer zarpazo al tejido moral del mundo occidental, en unos campos donde se implantó el frío y sistemático exterminio de millones de personas a quienes se les había despojado de tal condición por el hecho de haber nacido judíos, propiciado por la locura de unos pocos gobernantes sin que la gran mayoría de la población de aquel entonces reaccionara de ninguna manera.
El 22 de enero de 1973 la Corte Suprema de los EEUU dictó sentencia en el caso «Roe vs. Wade», legalizando el aborto en aquel país, extendiéndose desde entonces por la mayoría de los países del orbe, generándose hasta la fecha la muerte de más de 60 millones de personas, aproximadamente dos millones en España. Seres humanos a los que de nuevo se ha privado por decisión de unos pocos de su condición y dignidad de personas, ante la insensibilidad, indiferencia y silencio de la práctica totalidad de la población mundial.
El análisis de Arendt sobre el nazismo puede ayudarnos a entender también lo que sucede hoy sobre el aborto. Además hay motivos para al esperanza: el nazismo fue superado; el aborto lo será también.
Organizaciones como la Fundación REDMADRE entre otras, el sacrificio de sus voluntarios para paliar la soledad y abandono en que se hayan las madres españolas, la celebración anual del Día Internacional de la Vida, o el anuncio realizado por el Ministro de Justicia, Alberto Ruíz-Gallardón, para apoyar la maternidad y salvaguardar los derechos del nasciturus como persona, debieran estimularnos a todos a poner nuestros poderosos e insustituibles granitos de arena en favor del prójimo y del bien común.